Lluvia en la ciudad de invierno,
calles solitarias y melancólicas. Vestida de colores grises y silencio.
Furtivos paseantes solitarios, llora el cielo. La vida se repliega en cafés y
hogares, lucen escasos paraguas y abrigos. Lenta tarde de plomo y abandonada.
Arropado por el sombrero y la
pipa, humeando tabaco claustral y antiguo, camino y pienso.
Deambulo sin rumbo por aceras y
parques, otro tanto por pensamientos y
sentires.
Abandonado. Los árboles desnudos,
la luz de los escaparates que reflejan mi anacrónica imagen, los sonidos de los
bares de todas nuestras esquinas, el
triste quiosco en el que ojeo la prensa diaria. Es la compañía en el
paseo de invierno. Soledad.
Momentos propicios para la
reflexión, esta época de zozobra nacional, también personal, de alarde por lo
hecho, de sueños por venir. Días de incertidumbres.
Camino con paso incierto por mi cuarta
década, a medio cumplir. Dejo atrás amigos perdidos, trabajos soñados y lejanos,
fracasos académicos, enemigos olvidados, amantes insatisfechas, otras
imposibles, muertos varios, infancia feliz, una adolescencia anodina y quizá perdida…
Con el rostro mojado, mezcla de
lágrimas y lluvia. Otro invierno más, otro año más.
Y miro al frente.
Camino por aceras y parques, una
tarde de invierno en la ciudad.
A ratos triste, a ratos
insatisfecho, pero sé que aún tengo la limpia mirada de dos niñas por acompañar, la pura vida de sus
risas; tal vez el amor de una mujer, los libros por leer, los pequeños versos por escribir, el eterno azul de
la mar…
Hombre solitario y soñador, que deambula bajo la lluvia.