Otra pequeña muestra de la personalidad de don Nicasio, otra prueba más de su locura/cordura, otro vestigio de su profundo amor, doloroso amor, puro amor, que le acompañó toda su vida.
Esta vez, y con gran sorpresa para mi, perfectamente situada en el tiempo, pues es de las pocas que conserva la fecha del franqueo sin género de dudas. Pero por la misma razón, y dada la biografía que conozco -conocemos-, difícil de aceptar: ya estaba en su mente y en su alma desarrollándose a pasos agigantados la irrealidad y nebulosa en que al final se convirtió su vida; la interior al menos, que es la que a él realmente le importó.
“Señora
¡Qué pena no verla en mi recalada en la vieja ciudad, que recorrí los momentos que dejaron libre las obligaciones del barco, abarloado en el
puerto comercial, ese que también conozco de arribos y escalas!
Quise pensar, o soñar, que estaría usted esperándome, como novia
entregada y dispuesta, entre nervios, ropa elegante y perfume, sonriéndome desde el
viejo pantalán, para recibirme con el abrazo y el beso…
Pero sueños eran, irreales. No sé cuánto tiempo hace que marchó usted,
y si andará con obligaciones matrimoniales, laborales y quizá maternales. Otro
puerto más, otra navegación más, otro sueño más.
Tan sólo el vacío me esperaba al descender la pasarela; fueron la
soledad y el hastío los que me acompañaron las horas que deambulé recorriendo
la parte vieja; las bulliciosas plazas, los cafés rebosantes y alegres, las
mesas suculentas, las provocativas mujeres de las calles prohibidas, en fin
toda la ciudad de que dispuse como conquistador y dueño, en las que exhibí casi
todos los pecados capitales, gula, avaricia, lujuria e ira, no dejaron al final
en mi alma más que un regusto amargo de bilis, de derrota, cuando, en las horas
inciertas de la madrugada, lleno de alcoholes y deseos, me arrastré al viejo
hotel donde la conocí.
Otra noche más en su ausencia, no mitigada, no controlada, no
comprendida.
A la mañana siguiente, un par de librerías de viejo para llenar el saco
de historias y redenciones, y una visita a la Joyería Bagués; se alegraron de
verme –siempre fui buen cliente, de pago rápido, encargos precisos, silencios
necesarios- y donde, con rabia y decisión, mandé fundir el collar de viejo oro
que compré allá en Filipinas para usted; una parte adorna ya mi oreja con otro
aro más, y el resto quedó entregado para obras de caridad, por mi alma o lo que
quede de ella. Siempre que vuelvo a nuestras ciudades, o que debieron serlo,
por costumbre o locura, le llevo un presente puro y bello, como mi amor por
usted antes de todo.
Le escribo de nuevo –no pude resistir sin hacerlo, es lo único que me
hace bien- mientras contemplo desde el
puente, a babor y a estribor, las pesadas murallas de San Elmo y San Ángelo, custodios
pétreos de nuestro puerto de arribo, La Valeta.
Cuídese
N.”
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