Estas son, o debieran ser, las
palabras más tristes que escribo.
O que escribo desde que estas
páginas, las elucubraciones que por aquí circulan, los versos o así que asoman
por las ventanas del sitio, las reflexiones que pretendían serlo, las imágenes imaginadas,
los momentos soñados vieron la luz hace ya tiempo, muchos meses y algunos años.
Y sin embargo, no tengo pena, ni dolor. Solo un regusto amargo, de final.
No es fácil matar a un amigo,
dejar morir a un hijo.
Las palabras que aquí se
depositaban, después de ser escritas negro sobre blanco, en tinta azul y con la
vieja Parker 21, ya saben, en las moleskines
que me acompañan los días y las jornadas, nacieron como válvula de escape,
como divertimento agradable, no en búsqueda de lectores, que fueron y son escasos
e imperceptibles; una distracción que pasó del papel al mundo cibernético
animado por conversaciones con amigos, el ego quizá hinchado de esperar alguna
aprobación, la sorpresa de alguna lectura, la visita de gente desconocida a la
que gustasen las escasas letras mías, o las aprobaran, o al menos las leyeran y
miraran con cierta conmiseración.
Pero en todo caso, como expresión
de sentimientos, reflexiones, añoranzas y opiniones propias, producto de la
imaginación mía y de ese trasunto que al final casi ocupaba todo el espacio
disponible y al que intitulé de Gaviero; mostrando sus sentires, sus
esperanzas, sus divagaciones. O armando las piezas de la novela que anda en la
cabeza y desperdigada por los cuadernos, agendas, folios; y que ya no verá la
luz.
Dijo el gran Bukoswki que el que se atrevía a escribir alguna línea, era
responsable de lo que decía, no de lo que entendieran los lectores. Y que todo
el que escribe no puede estar en paz. He comprobado ambas cosas; tergiversadas
a menudo mis letras, descontextualizadas, interpretadas de forma distinta a su
verdadera intención y motivación, algunas me han provocado doble dolor: el que
nació de parirlas, y el que nace de su interpretación.
Y por supuesto, siempre
entendiendo que mis escritos son sólo eso, escritos míos mínimos, sin valor
alguno –literario por supuesto-, versos la mitad de las veces amputados,
terribles, - en todas las acepciones-, menores, pequeños. Reflejo de mi
imaginación, alimentada con lecturas, sueños, experiencias vitales, vida en
fin; vivida o imaginada.
Hace ya mucho tiempo que tengo la
certeza que no seré nunca un buen ayuntador de letras. Ni siquiera me atrevo a
escribir escritor o poeta.
Pero tenía la esperanza que,
alguna vez, un verso, una frase, una imagen, justificara los esfuerzos, la
dedicación, la esperanza con que eran escritas y la ilusión con que eran
compartidas al mundo, aun en silencio. Falto de inspiración las más de las
veces, no logré nunca acercarme a esa meta.
No creo haberlo conseguido
ninguna vez. Seguiré insistiendo, pero en la soledad de los cuadernos y la
vieja moleskine. La incapacidad, la
mediocridad, la falta de talento, la inseguridad, mejor no compartirla, no
exponerla, no proclamarla. Basta. Y los
escritos míos, queden pues como tales. Míos.
Hoy pongo fin a esta ventana en
la que me asomé al mundo, sin otra esperanza que el mundo tuviera a bien entrar
en mí.
Es triste matar a un amigo, dejar
morir a un hijo. Sea.