He recibido un mensaje electrónico de mi mujer en el que se me remite, después de leer el último post hablando de mi amigo del psiquiátrico y su perrillo, una queja, siquiera pequeña y cariñosa, por no ser la destinataria de mis cartas y palabras como antaño, en época de noviazgo e invierno, y por ocuparme vía electrónica de mis amigos y ocurrencias y no de ella, epistolarmente hablando.
Me sorprende su iniciativa, pues utiliza el ciberespacio para mandarme sus diatribas, a pesar de que compartimos diariamente mesa, mantel y manta, sabedora como es de mis ineptitudes tecnológicas, pues dejo aquí mis cosas casi por inercia y desahogo más que por habilidad. Noto en su mensaje un poco de decepción y algo de añoranza y dice que, en este tema, he pasado de la abundante prosa a la perezosa sílaba. Cierto es que fui, y quizá soy, más dado a escribir que hablar, y creo que puedo expresar mejor mis sensaciones y sentimientos con un texto que con un parlamento; soy hombre más reflexivo que activo, y de novios utilicé mucho el Servicio de Correos para hacerle llegar mis expectativas y esperanzas. Aun conserva, como romántica empedernida, una caja llena de mis cartas, mohosas y acartonadas sin duda, que yo no sé si me atrevería hoy a releer, no por vergüenza de lo dicho, que se mantiene tal cual, sino por la forma en que fue dicho, pues de joven pequé mucho de impetuoso y directo con las palabras; aunque quizá el amor requiere verbo fácil y crudo, y a ratos irreverente, más en la distancia temporal y kilométrica del opositor.
Tal vez uno de estos días, como desagravio innecesario, le proponga una lectura reposada de aquellas palabras, o le recite viva voz los poemas que me inspiró como a todo enamorado, y, si la risa nos deja, reviviremos unos instantes aquellos sentimientos transformados y comprenda lo importante que sigue siendo en mi vida, aun con la sílaba perezosa o distraída. Sirva este post de desquite. O sea.
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