lunes, 1 de junio de 2009

Arriba los pobres del mundo...

Mientras saboreo el café de sobremesa en mi bar de todas las esquinas, a mi lado, varios currelas trasiegan copas de pacharán y carajillos, acabando sus comidas antes de reincorporarse al tajo, entre bromas y carcajadas y humo de cigarros, riendo por ser viernes y fin de semana, y tras media jornada, el día los dejará lejos del andamio y la máquina y la crisis y demás.
Un inmigrante de color que en otros tiempos políticamente más incorrectos y aún aquí llamamos negro, viene cargado con bisutería y relojes mil, iluminando su cara con una sonrisa que llama la atención, de blanco y alegre y quizá soñador.
Mis vecinos de barra lo llaman a voces, y el chaval acude solicito, cargado con su mercancía. Es delgado y muy alto, con esa elegancia ancestral de los tipos africanos que emparentan con los príncipes massai o los beduinos, y que la selección genética procura que, tras la patera, sólo lleguen los más fuertes o capaces. Como todos los de su raza y procedencia, y a pesar de la miseria y precariedad en que debe vivir, viste con elegancia, y se mueve alegre y despreocupado, mostrando desenvuelto sus productos. No se arruga con las bromas ingenuas con la que los obreros le acosan, y el juego del regateo se convierte en una demostración de ingenio y buenas maneras que sorprende al espectador, especialmente por uno de los currelas que, dicharachero, pretende comprar varios relojes y no sé si por el buen humor de la última jornada o porque está tocado con un buen y gran corazón, consigue que el inmigrante se sienta cómodo discutiendo y rebajando el precio, sonriendo y olvidando un momento su condición. Todos los demás entran en el juego, consiguiendo comprar varios artículos a un precio irrisorio, animados por el de la voz cantante, que trata al inmigrante de tú a tú y de igual a igual, compadreando con él por ser los dos comerciantes, según dice, y conocer las necesidades del curro. El negro ríe con las ocurrencias del otro, compartiendo ya una fanta limón que es lo único que articula a pedir invitado, y la escena, de alegre y curiosa, nos reconforta a los que saboreamos el café en un contagio de felicidad y bienestar. Finalmente el chaval se marcha algo aligerado en su carga, tras un rato de distensión de la dura y puta vida y la tristeza del hambre y la miseria.
Y yo miro al obrero y le doy las gracias, pues en un momento me ha enseñado más con su bonhomía y saber estar que todas las Internacionales y ONG´s y demás. Quizá sea eso lo que falta, ver al otro y al distinto como igual, mirándole a los ojos sonriendo, compartiendo un café un viernes tras el tajo, hermanados en el sudor, el humo y la vida en el bar de todas nuestras esquinas.

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