Contemplo el desfile de Carnaval un tanto incrédulo. Por el ánimo de la gente, que aún en crisis tiene ganas de holganza y diversión. Y por mi propia incapacidad para identificarme con una Fiesta a la que me siento no ya ajeno, si no extraño y oponente.
Nunca me gustó el Carnaval. Y por mi edad, cercana la cuarentena, nunca la identifiqué con épocas pretéritas, en las que este día y don Carnal servían de excusa, quizá válida, para la trasgresión y el desacato.
Hoy observo el desfile por devoción paternofilial, pues mis hijas, como todos los niños, disfrutan de él y se sorprenden de los colores, bailes y músicas.
Pero a mí, el sentido de la vergüenza me crece por momentos, cuando observo a mayores y jóvenes disfrazados, en frenesí de máscaras, disfraces y plumas.
Y es ajena, ese vergüenza, pues a muchos el disfraz no sólo no mejora, si no que empeora cuerpos, sonrisas y elegancias.
Y qué decir si el disfraz no es tal, más que la impostación, chicharrera o brasilera, de plumas, lentejuelas y samba.
En fin, el desfile de Carnaval.
Afortunadamente, la pipa humea y me distrae, y alguna bailarina mueve las caderas con cierto interés. O sea
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