Paco el camarero saca lustre a las copas
con parsimonia y costumbre, mirando su mundo con tristeza, afanándose en el
brillo y la limpieza, gustándose de tener la vieja barra de latón reluciente
en su modestia, se diría que el estaño, el latón son oro y cristal de
Bohemia, refugios de la parroquia que desde temprana hora busca el calor y la
compañía, encontrándose la mismas caras, las mismas manos, las mismas vidas,
como la de Antonio el quiosquero de la esquina que sueña con las playas de los
anuncios y la mulatas de las portadas saboreando el café con leche, mordisqueando su tostada
de aceite y sal, poca pues es hipertenso, cuestión que no le importa a Macarena
la tendera que bebe furtiva su copita de chinchón que mitiga el frío y el
recuerdo de su temprana viudedad sin importarle el atrevimiento y los cortejos
de Anselmo el taxista desde el fondo del local, que acaba la jornada nocturna
tras su menta poleo sonriendo a la viuda, imposible ya, desde que casó con
Milouda la joven marroquí que calienta su cama y mengua sus ahorros mientras le
despide con un sonoro beso recogiendo la ganancia de la noche para ir a la peluquería
de doña Carmen que sentada en un taburete saborea el fuerte café solo
comentando las últimas noticias del corazón y la política, tanto da, con Julián
el de los ultramarinos, que ufano opina que los municipales y el Alcalde son
unos cabrones, llenando la ciudad de multas y prohibiciones, esas que tienen al
taxista exhausto que sale a una al día, total para mantener el sistema y la
casta y a los cuatro aprovechados de siempre, pero no lo digo por ti sonríe mirando a Edmundo, el barrendero ecuatoriano que descansa la jornada pensando en
su mujer y los hijos en el otro mundo, compartiendo cigarrillo con el Ricky,
toxicómano plural en paro, que ríe desdentado con las ocurrencias del inmigrante
paladeando el café con leche pagado por la peluquera porque le recuerda al hijo
que nunca tuvo dejándolo mendigar en la puerta de su local e invitándole al desayuno, callando que a veces sube con
la joven marroquí mientras el marido hace las carreras, pues de algo hay que
vivir y gozar, opina Paco el camarero al caerle una
lágrima por la mejilla mientras siente el cartel a sus pies y la escopeta del
calibre doce heredada de su abuelo el furtivo, que a ratos le sube el ansia de
utilizarla, lustrosa y brillante como las copas.
Pero supone que al final terminará por colocar un día de estos el maldito cartel y marchará al pueblo.
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