I.
Estamos sentados a la orilla de
la playa, mojándonos los pies con las olas que vienen y van, rítmicamente. Siento
el corazón desbocado latiendo con fuerza, en las sienes y subiéndome por la
garganta. Cogidos de la mano nos miramos a la luz de la luna que brilla llena,
redonda, encima de nosotros. Me atraen
sus labios, pero no me atrevo a pedírselo. El primer beso. Siempre imaginé que sería aquí, entre la
arena de la playa y la sal de nuestro querido y viejo mar. Ella me mira y sonríe. Quiero que
me beses, dice. Y acerca el rostro ovalado, fijando en mí sus ojos azulísimos
que reflejan el mar y las estrellas; lleva en ellos toda la sabiduría y el
misterio de los siglos.
Me siento morir al cerrar los ojos y sumergirme en sus labios entreabiertos,
sintiendo como si en ese instante parieran la vida y el deseo, en una dicha
suprema, eternamente anhelada.
El primer beso. No recuerdo
cuando fue. En todo caso hace mucho tiempo. Sería mozalbete con bozo en la cara
y el acné invadiendo mi autoestima. Andábamos en la playa, compartiendo
pandilla con los amigos del verano. Recuerdo a una chiquilla rubia, de ojos
azules, algo entrada en carnes para nuestra edad. Nos atraían sus formas
redondas y su risa contagiosa, una cierta desvergüenza que nos alertaba y
estimulaba. Una noche, después de probar nuestras primeras cervezas, alguien
propuso el juego. Un beso a cambio de ganar a pares y nones. Todas se negaron
menos ella.
Y yo siempre tuve suerte. Sus labios me parecieron suaves y frescos,
con el sabor amargo de la cerveza y el olvido. Un beso torpe, fugaz, que acabó
con un sonoro bofetón cuando quise prolongarlo mordiéndola y lamiéndola.
La suerte siempre es limitada.
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