miércoles, 25 de abril de 2012

Retrato y 1


Fui a casa de Pedro. Teníamos acordado vernos para resolver la liquidación de la sociedad. Pensé que sería mejor tratar el asunto en su casa, alejados de la oficina y de las habladurías de los empleados.
Me recibió una señora mayor. Era algo encorvada y con una delgadez que se me antojó enfermiza. Pensé que tenía demasiada edad y ningún físico para trabajar de doncella, pero con una sonrisa desbarató el equívoco.
–Hola, buenas tardes. Soy Adela, la abuela de Pedro. Pasa, por favor. Vendrá enseguida. Tú debes de ser  Enrique.
–Sí, encantado de conocerla –acerté a decir un poco azorado, sorprendiéndome por el tuteo. Jamás me había hablado de que viviera su abuela, y menos que compartiera la casa con ella.
Me condujo por un largo pasillo, arrastrando un poco los pies al caminar. Era menuda y baja, y lo parecía más por un cierto arqueo de su espalda. Vestía casi enteramente de negro, con una falda recta, medias tupidas y unas zapatillas de casa. Hacía tiempo que no veía unas iguales, desde mis  tiempos del pueblo. Una camiseta verde lima con el emblema de una marca de refrescos rompía la monotonía del atuendo, y parecía algo impropia. A pesar del calor, aumentado por la calefacción, llevaba una rebeca también negra sobre sus delgados hombros.
–Siéntate, me dijo señalando un sillón Barcelona tapizado en cuero rojo.
Vaya, pensé, este Pedro sabe gastar el dinero. Deja el buen gusto fuera de la oficina.
–¿Quieres tomar algo, café, un refresco? -dijo amablemente. Tenía el pelo todavía negrísimo, en una media melena de corte moderno. Los ojos azules, casi transparentes, destacaban vivamente en su fina cara, enmarcada por el pelo. Irradiaba aún fuerza y determinación y al mirarme me causó una sensación extraña, como si no pudiera ocultar mi pensamiento. Ya sé de quién heredó Pedro su manera de mirar.
Tras mi negativa me sorprendió sentándose enfrente, en una mecedora de enea. Allí sentada parecía aún  más pequeña. Observé que tenía un ligero temblor en las manos, casi imperceptible, y me dirigió una sonrisa franca, algo pícara. Suspiró hondo, y las arrugas se acentuaron en torno a sus ojos, que me miraban con descaro. Me moví inquieto, deseando que llegara mi socio.

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