Tenía prisa por llegar al trabajo. Las
niñas me habían retrasado lo suficiente durante el desayuno como para que
ahora corriera a coger un taxi, con la cartera del proyecto inmisericorde
colgada del cuello y el sudor por mi espalda. El día empezaba mal.
En
la marquesina de la parada, a la que llegué exhausto, me sorprendió ver a
Cristino, un compañero del instituto. Lo reconocí pese a los años pasados,
la mala impresión que causaba su delgadez, las ropas que llevaba, sucias,
descoloridas y viejas.
–Que passsa, colega, ¿tú eres
Enrique, no?
–Hola, buenos días -acerté a responder.
-¿Y tú eres Cristino, verdad?
–Dabute, colega, que te acuerdes;
yo también me recuerdo de ti de la época del colegio.
Habla con una voz nasal
profunda, que sorprende en tan delgado cuerpo, mostrando una dentadura
amarillenta a la que le faltan varios dientes, y que me provoca un
rechazo instantáneo. Y lo dice con la jerga anticuada de la movida madrileña, en la
que debió encallar.
–Ah, pues qué bien; después de tantos años
es grato que le recuerden a uno –le dije.
–Pues sí, tronco. Te esperaba para pedirte
un favorcito. Es que ando tieso, sin curro y un poco justo de pasta. Como te vi
en la tele el otro día y salía tu barrio y tal, me vine para ver si me ayudas.
Muy majo, el barrio, y muy guapas tus nenas...
–Sí, vivo aquí cerca –dije maldiciendo por
dentro el reportaje de presentación de la Urbanización-Normalmente no
uso el taxi. pero hoy no sé qué le ha pasado al coche.
–Pues nada, colega, se te habrá estropeado
la juntaculata o el carburador, je, je -de nuevo la risa
desdentada. -No tendrías que dejarlo en la calle, con el chabolo tan
majo que gastas.
–No sé cómo podría ayudarte –añadí.-Quizá
si te pones en contacto con mi empresa…
–Tranqui, colega, es por no
molestar. Y trabajo no quiero. Ya ves cómo estoy. Una ayudita para pasar
la semana y no tener que pedir por el barrio, ¿sabes, tío?
–Comprendo –respondí sacando la cartera.
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