I.
El
hombre carga con parsimonia la pipa. Saca el tabaco de la bolsa que ha situado
encima de la mesa, y lo empuja suavemente con el atacador en un gesto mecánico. Algunas hebras
caen sobre el suelo, como lluvia marrón, pero parece no importarle.
Enfrente
de él su
compañero de mesa lo observa en silencio, esperando la respuesta. Pero el
hombre no tiene prisa en contestar. Tras comprobar el tiro de su vieja billiard, prende fuego al tabaco con un encendedor dorado, y
hace salir un humo denso, que rápidamente los envuelve. Parece
meditar entornando los ojos y aspirando con deleite.
II.
Tengo
que decírselo, pero aún no. No sé cómo hacerlo. O cómo justificarme. Cargo la
pipa con mi tabaco preferido; quizá me relaje y consiga encontrar las palabras
precisas, menos hirientes. Estoy algo nervioso; parte del tabaco se ha caído al
suelo, pero no parece darse cuenta. Qué casualidad que sea precisamente esta
pipa la que cogí hoy del armario, la vieja billiard que me regaló. Extraña coincidencia.
En
fin. Aspiro el denso tabaco y busco la respuesta. Es una situación difícil,
pero nada que no podamos resolver como personas civilizada que fuman tabaco
mientras conversan amigablemente. O al menos esa es mi esperanza.
III.
Creerá
que no me doy cuenta de lo que
hace. Es lo que aún me gusta de él: su pretendida seguridad, ese afán de
protección después de treinta años viviendo juntos.
Y
por eso tolero todavía esa manía suya de refugiarse en sus costumbres cuando le
pregunto algo que no quiere contestar. Sigue
gustándome la parsimonia con que trata su tabaco, aunque hoy
ha dejado caer un poco, mala señal. O esa forma casi femenina de acariciar sus
pipas, especialmente en días como hoy, en el que ha tenido la delicadeza de llevar
la vieja billiard que le regalé en Venecia. También ese instante suyo de meditación, como ausente. Son recursos
para que mi espera se resienta.
Pero
hoy no. Necesito saberlo. Es demasiada la incertidumbre.
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