Odio la espera. Es lo
peor del trabajo.
Especialmente los días como hoy, cuando el sol luce esplendido
y debiera estar tumbado en la playa, mitigando la sed con mi refresco de cola y
contemplando a las bañistas embutidas en minúsculos trajes de baño.
Pero no, nada de playa, cola ni trajes de baño.
En cambio, estoy a cien
kilómetros de casa, sentado en el automóvil de alquiler –treinta euros medio
día, me pareció razonable abaratar costes-, derritiéndome porque el maldito aire acondicionado no funciona. El
calor me asfixia por momentos y siento el sudor resbalar por mi nuca. El traje
negro no ayuda precisamente a mitigarlo. Es lo que tiene la pulcritud, una
cierta elegancia en desuso.
Es la hora, me dice el reloj del
viejo campanario. Respiro hondo. Un trámite, pienso, un trámite preciso y
necesario.
O mejor, no pienses.
Salgo.
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