Son imágenes incesantemente repetidas, siempre reales y crudelísimas. Me asaltan en
las noches de sueño profundo, pero también en los momentos de insomnio, cuando
lucho por mantener la vigilia y no abandonarme al sueño. Y sin embargo, en la
mañana limpia y clara, cuando quedan atrás las horas nocturnas, inciertas y
negras, apenas puedo recordarlas. Siento entonces en la boca el sabor amargo
del miedo, toco las sábanas mojadas del sudor, prueba física, maloliente
incluso, de mis convulsiones y desvaríos.
Todo comienza con un viaje. Me veo a mis quince años subiendo al
coche familiar lleno de maletas, la sombrilla de la playa, las tumbonas, la colchoneta roja y
verde para los juegos. Allí están
mis padres, mi hermano mayor, mi abuela materna y su marido, que no es realmente mi abuelo pues están casados en segundas nupcias; todos van en traje de baño. Los veo con su edad actual, no con el aspecto que tenían entonces.
No consigo saber a dónde nos dirigimos, pues todo trascurre en silencio sepulcral, solo
roto por el ronroneo del motor, que se
transforma en ruido infernal cuando
mi padre aprieta el acelerador. La ventana por la que miro es como una pantalla en la que se
proyecta una película a cámara rápida y los
árboles, las casas, las montañas, los coches que adelantamos sin cesar se
transforman en manchas multicolores. De repente, un fundido en negro. Y vuelta a
empezar. El coche parado, la familia subiendo, los trajes de baño, las maletas, el acelerador. La escena se repite un número variable de ocasiones,
nunca sé cuantas.
Cuando creo que será así toda la noche, una de las veces el
fundido en negro deja paso a un
precipicio altísimo al lado del mar, de los acantilados de Dover tomada de mis lecturas infantiles, con las
olas rugiendo a sus pies y una carretera
sinuosa de curvas imposibles.
El coche vuela tras el
frenazo, y mis padres, mi hermano, la abuela y su marido, gesticulando y
gritando, con los ojos saliéndoseles de las órbitas, me miran incrédulos decirles adiós, sentado al
borde del precipicio con las llaves del viejo Renault en la mano.
A mi lado la
chica casi transparente, con los cabellos rubios al viento,
me coge de la mano. Y sonríe.
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