martes, 20 de marzo de 2012

Sueño y 1



Son imágenes incesantemente repetidas, siempre reales y crudelísimas. Me asaltan en las noches de sueño profundo, pero también en los momentos de insomnio, cuando lucho por mantener la vigilia y no abandonarme al sueño. Y sin embargo, en la mañana limpia y clara, cuando quedan atrás las horas nocturnas, inciertas y negras, apenas puedo recordarlas. Siento entonces en la boca el sabor amargo del miedo, toco las sábanas mojadas del sudor, prueba física, maloliente incluso, de mis convulsiones y desvaríos.
Todo comienza con un viaje. Me veo a mis quince años subiendo al coche familiar lleno de maletas, la sombrilla de la playa, las tumbonas, la colchoneta roja y verde para los juegos.  Allí están mis padres, mi hermano mayor, mi abuela materna y su marido, que no es realmente mi abuelo pues están casados en segundas nupcias; todos van en traje de baño. Los veo con su edad actual, no con el aspecto que tenían entonces.
No consigo saber a dónde nos dirigimos, pues todo trascurre en silencio sepulcral, solo roto por el ronroneo del motor, que se transforma en ruido infernal cuando mi padre aprieta el acelerador. La ventana por la que miro es como una pantalla en la que se proyecta una película a cámara rápida y los árboles, las casas, las montañas, los coches que adelantamos sin cesar se transforman en manchas multicolores. De repente, un fundido en negro. Y vuelta a empezar. El coche parado, la familia subiendo, los trajes de baño, las maletas, el acelerador. La escena se repite  un número variable de ocasiones, nunca sé cuantas.
Cuando creo que será así toda la noche, una de las veces el fundido en negro deja paso a  un precipicio altísimo al lado del mar,  de los acantilados de Dover tomada de mis lecturas infantiles, con las olas rugiendo a sus pies y una carretera sinuosa de curvas imposibles.
El coche vuela tras el frenazo, y mis padres, mi hermano, la abuela y su marido, gesticulando y gritando, con los ojos saliéndoseles de las órbitas, me miran incrédulos decirles adiós, sentado al borde del precipicio con las llaves del viejo Renault en la mano.
A mi lado la chica casi transparente, con los cabellos rubios al viento, me coge de la mano. Y sonríe.

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