El padre.
El sol de la mañana se refleja en las paredes encaladas, de un blanco
inusual para estas tierras, que suelen presumir de colores carmesí,
amarillos, azules.
Acabamos de subir el empinado camino de piedra, todo él bordeado de
palmeras, palmitos y cactus. Huele al romero y al espliego que tan bien recuerdo
desde mi niñez, cuando corría por estas tierras ajeno a todo, persiguiendo a
las tórtolas que llegaban del África cercana.
Mi suegra es ahora la propietaria de la casa y nos propuso visitarla. Me
extrañó la invitación, pues no sabía que aún fuera suya, ni cual había sido la
suerte de la heredad.
Sigue sorprendiendo por sus dimensiones y belleza. Siempre fue el referente
de toda la aldea; “La casa grande” la llamaban en tiempos.
Han debido invertir sus buenos ahorros, pues las paredes están impecables; las
ventanas y las puertas de madera pintada de azul parecen nuevas. Alrededor del
perímetro un zócalo de piedra rugosa aporta a la casa todavía más solidez, y también el tejado y la chimenea parecen nuevos,
rematados por un airoso gallo de cobre que marca la dirección del viento. El
sonido de las cigarras lo invade todo anunciándonos un día de calor, que
invita a refrescarse bajo el emparrado de la parte trasera, del que
cuelgan los racimos de uva. ¡Cómo me gustaban de niño las incursiones para
sustraer aquellos manjares, y correr monte arriba para comerlos mirando el mar!
La niña.
La casa de mi abuela está en el campo, arriba de un monte. Se llega a ella
por un camino de piedra, y es difícil subir porque está muy empinado.
Es blanca, con las puertas y las ventanas azules. En el tejado hay un gallo
que dice mi abuelo que marca la dirección del
viento. Tiene en la parte de atrás un patio muy grande con la sombra de
unas parras. En el verano mis abuelos me dan las uvas que crecen allí, y
nos sentamos todos al fresco en unas sillas de madera muy antiguas. También hay
unos bancos de piedra, pero son más incómodos, y un pozo del que la abuela saca
el agua para fregar los platos y los vasos después de comer.
Siempre hace mucho calor, porque vamos en el verano, después del colegio.
No tiene piscina, porque mi abuelo me dijo que estando el mar tan cerca era
mejor ir a bañarse allí y no en una piscina. Puede que tenga razón, pero es
cansado ir al mar andando aunque está cerca, por un camino de atraviesa la
montaña. Lo mejor es que cuando volvemos del mar, siempre hay tiene preparada
limonada fresquita, y la bebemos en un jarro muy antiguo que está colgado en la
ventana del patio; botijo lo llama mi abuela.
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