Los escasos lectores de estas letras mías saben que por mor
del trabajo, la crianza y el ayuntamiento, vine a dar con mis huesos a la
orilla levantina del Mediterráneo español, entre las otrora vírgenes costas de
la raya andaluza-murciana, donde los palmitos crecían y las gaviotas volaban
entre acantilados y tomates. Ahora sin embargo, los pájaros contemplan
incrédulos el cemento y el ladrillo que, en las alturas, les sirven de diana y
entretenimiento.
Mucho de ese ladrillo y ese cemento vino a ser ocupado por
súbditos de su Graciosa Majestad Británica, que bajaron de las brumosas islas
buscando el sol, el calor y la sangría. Los años de bonanza y la libra
esterlina les permitieron comprar inmuebles baratos, y fieles a su tradición
insular, prefirieron acumularse en urbanizaciones antes que mezclarse con los
naturales, creando guetos poco permeables a las costumbres del lugar. Los
negocios florecían pensados y regidos por y para ellos, tiendas británicas,
bares británicos, peluquerías donde cardaban el pelo a lo Camila Parker, y así.
Todo muy british y tal.
Y por supuesto, celosos de su
forma de vida.
Por eso, cuando hoy, empujando de nuevo el carrito del bebé
y humeando la pipa los veo sentados a las seis de la tarde primaveral, bajo el
sol que será justiciero en el verano pero que ya calienta y reverbera, pidiendo
su cena de hamburguesas con café con leche, la pequeña concesión a la paella, o
su ración de salchichas, con el color encarnado incrustado en sus blancas
carnes, por el calor y el red wine
que consumen por hectólitros, no puedo dejar de pensar, un punto asqueado,
¡perros ingleses!
Me tengo por hombre tolerante, poco dado a aspavientos y
enojos innecesarios, un poco descreído con todo lo circulante, comprensivo con
las faltas propias y ajenas, con escasas certidumbres. Pero con un cierto
orgullo patrio, o meridional, o mediterráneo. Y esas imágenes me siguen
molestando, porque siento que la poca o nula adaptación de los británicos a las
costumbres o el medio ambiente del lugar en el que habitan voluntariamente, que
impone que en el sur a las seis de la tarde de la primavera florida y el verano
desértico lo que hay que hacer es dormir la siesta o mirar el mar a la sombra
de las parras –ahora de los toldos mecánicos o así-, el no querer ni tan
siquiera chapurrear el español, o el italiano, o el griego, pretendiendo ser
entendidos en la docta lengua de Shakespeare, lo hacen no tanto por preservar
su idiosincrasia y forma de vida si no y
sobre todo, por su mentalidad colonial que los hace creerse superiores al meridional de turno.
Ese que pese a la prima de riesgo, los políticos trincones,
la corrupción galopante, la dejadez y las penurias, el fatalismo católico,
lleva en sus genes la herencia de Homero, de Cervantes, de Da Vinci, de Ibn Arabí,
de Justiano.
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