viernes, 8 de junio de 2012

¡Perros ingleses!


Los escasos lectores de estas letras mías saben que por mor del trabajo, la crianza y el ayuntamiento, vine a dar con mis huesos a la orilla levantina del Mediterráneo español, entre las otrora vírgenes costas de la raya andaluza-murciana, donde los palmitos crecían y las gaviotas volaban entre acantilados y tomates. Ahora sin embargo, los pájaros contemplan incrédulos el cemento y el ladrillo que, en las alturas, les sirven de diana y entretenimiento.

Mucho de ese ladrillo y ese cemento vino a ser ocupado por súbditos de su Graciosa Majestad Británica, que bajaron de las brumosas islas buscando el sol, el calor y la sangría. Los años de bonanza y la libra esterlina les permitieron comprar inmuebles baratos, y fieles a su tradición insular, prefirieron acumularse en urbanizaciones antes que mezclarse con los naturales, creando guetos poco permeables a las costumbres del lugar. Los negocios florecían pensados y regidos por y para ellos, tiendas británicas, bares británicos, peluquerías donde cardaban el pelo a lo Camila Parker, y así. Todo muy british y tal.

Y por supuesto, celosos de su forma de vida.

Por eso, cuando hoy, empujando de nuevo el carrito del bebé y humeando la pipa los veo sentados a las seis de la tarde primaveral, bajo el sol que será justiciero en el verano pero que ya calienta y reverbera, pidiendo su cena de hamburguesas con café con leche, la pequeña concesión a la paella, o su ración de salchichas, con el color encarnado incrustado en sus blancas carnes, por el calor y el red wine que consumen por hectólitros, no puedo dejar de pensar, un punto asqueado, ¡perros ingleses!

Me tengo por hombre tolerante, poco dado a aspavientos y enojos innecesarios, un poco descreído con todo lo circulante, comprensivo con las faltas propias y ajenas, con escasas certidumbres. Pero con un cierto orgullo patrio, o meridional, o mediterráneo. Y esas imágenes me siguen molestando, porque siento que la poca o nula adaptación de los británicos a las costumbres o el medio ambiente del lugar en el que habitan voluntariamente, que impone que en el sur a las seis de la tarde de la primavera florida y el verano desértico lo que hay que hacer es dormir la siesta o mirar el mar a la sombra de las parras –ahora de los toldos mecánicos o así-, el no querer ni tan siquiera chapurrear el español, o el italiano, o el griego, pretendiendo ser entendidos en la docta lengua de Shakespeare, lo hacen no tanto por preservar su idiosincrasia y forma de vida si no  y sobre todo, por su mentalidad colonial que los hace creerse superiores al  meridional de turno.

Ese que pese a la prima de riesgo, los políticos trincones, la corrupción galopante, la dejadez y las penurias, el fatalismo católico, lleva en sus genes la herencia de Homero, de Cervantes, de Da Vinci, de Ibn Arabí, de Justiano.



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