Anduve los
días pasados por el norte cantábrico español. Visité los pueblos marineros –Laredo,
Santoña, San Vicente…- que se asoman tranquilos al indómito mar, al que miran
desafiantes con sus elegantes paseos marítimos, sus antiguos puertos pesqueros,
sus viejas callejas, con el olor penetrante a sal y a pescado, donde las afanosas manos de las mujeres cosen las
redes que serán instrumento para el sustento de las familias en la lucha diaria
contra el elemento y el precio de las lonjas.
Sus nombres
rememoran hazañas pasadas en la pesca de la ballena, en los caladeros fríos del
Norte, vientos duros y mares encrespadas, en la boga perdida de las antiguas
traineras, sustituidas hoy por satélites, barcos factoría y globalización.
Pero con
sorpresa y admiración, me tropecé también con muchos hombres –jóvenes aún,
curtidos por la sal, el viento y la inclemencia- que lucían los tres aros en la
oreja. Si la costumbre no fuera, como digo, acompañada por la mirada dura y firme, las manos con la piel cuarteada y morena, por los cuerpos fibrosos del arriar
los cabos y trabajar las artes, hubiera
pasado por esnobismo moderno, como traición de costumbres, burda imitación.
Pero los que
amamos la mar, toda la mar, que extasiados con su infinita fuerza y misterio nos sentimos atraídos por su terrible belleza y su transcendencia, sabemos y admiramos, el significado de
esos tres aros en la oreja.
Los tres
cabos. Los tres continentes por estribor, desde la cubierta del barco.
Singladuras lejanas. Valentía. Soledad. Mar infinito en el horizonte y atrás,
en la popa.
Los tres grandes cabos: el de Buena Esperanza
al sur del África; el cabo Leeuwin, al sur de Australia y el cabo de Hornos, al sur de América. Superarlos
es una gesta que da derecho a lucir los tres aros, según la tradición marinera.
Antiguamente, los portadores de tales adornos tenían el derecho incluso a
permanecer en pié ante los reyes, y según costumbre inveterada, a orinar contra
el viento en las singladuras.
Por eso, en
mis paseos a la orilla del Cantábrico, humeando mi pipa y sintiendo el bramido
del viento, viendo mecerse los barcos abarloados en los puertos, y cruzar
miradas con tipos así, de mi edad o incluso más jóvenes, no pude dejar de
sentir una honda admiración y un punto de envidia.
A mí, nacido
en la llanura manchega, ese otro océano de viñedos y cereal, pero que llevo el
olor a sal y mar en mis entrañas, que miro el horizonte perderse a diario en el
viejo mar de los romanos, y sueño con derroteros y navegaciones, también me
hubiera gustado lucir los tres aros en la oreja.
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