Hoy llegó el otoño al puerto en
el que vivo.
El viento
empezó a soplar desde el viejo mar, llevando a las calles la humedad y la añoranza.
Los escasos
transeúntes, sorprendidos con atuendos aún veraniegos y coloridos, tiritan
encogidos buscando refugio en soportales y entoldados.
El ambiente se
transforma en gris y melancolía, que es lo propio del calendario, lo necesario para no morir en la
locura de los treinta grados y la poca elegancia de los pantalones cortos.
El velo
plomizo, pesado, del cielo preñado de nubes, oculta al fin el sol invasor y lo
esconde de la vista, recordándole que hasta el próximo año, la siguiente primavera,
ya no volverá a enseñorear los días y las jornadas. Aunque en esta latitud,
es advertencia casi gratuita y comprometida. Irreal. Los más de los días, en el
otoño entrante y el venidero invierno, aún el gran astro hará honor a su
intitulación de rey, iluminando las calles y las playas, calentando las vidas y
las escasas haciendas de este rincón levantino.
Y aunque la añoranza natal y mi tendencia espiritual centroeuropea me hacen sentir más
placentero el ambiente invernal, de días de frío y chimeneas encendidas, de
ponche caliente y cánticos navideños,
de hojas volando y días cortos, comprendo que esa victoria solar permite
a mis paisanos –nos permite- un medio de vida y un sustento poco posible de
otro modo por la ortografía, la geografía y la encuesta de población activa.
Pero hoy, afortunadamente, el
otoño llegó. Celebrémoslo.
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