Un niño juega a mi lado y mira ensimismado la pipa que humea
en mi boca.
Le supondrá novedad y extrañeza. Una sorpresa en su corta vida, una rareza a la que no consigue ponerle
explicación.
Como para todos, la imagen mía resulta
estampa antigua, anacrónica, desusada.
Un hombre insólito, fumando en
pipa y leyendo un libro, o emborronando
las cuartillas con minúscula caligrafía, que va desgranándose surgiendo de la
estilográfica, esa vieja Watermann que
me acompaña en mis escritos y ocurrencias. Ajeno a teléfonos móviles, tabletas
cibernéticas y demás prodigios.
Le sonrío.
Ojalá pueda él, mayor, seguir
sorprendiendo la mirada limpia y transparente de un niño, cualquier día de los
por venir.
Aunque me temo que los fumadores
seremos entonces, como ahora, especie en extinción, blanco de prohibiciones,
sujetos de no derechos, números de estadísticas falaces y burócratas, enfermos diagnosticados
por la política correcta y civilizadora. Y los fumadores de pipa, qué decir;
los últimos guardianes de extintas tradiciones,
de viejas palabras, de antiguos ritos.
Los libros, el recuerdo de sus
tiempos mozos, objetos de museo, extravagancia increíble de sus abuelos.
Dicen que el mundo prospera y que
la modernidad y la civilización están cada vez más presentes, más extendidas.
No estoy muy seguro de eso,
pienso, mientras humea la pipa y la vieja pluma me acompaña en la tarde otoñal,
ante la atenta e ingenua mirada de un niño.
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