El hombre se afana en su labor.
Desnudo de cintura para arriba, corta el césped con parsimonia, pero preciso en
el manejo de la afilada hoz. Su enjuto cuerpo flexible acompaña el movimiento
de la delgada hoja, sin esfuerzo aparente, y las briznas saltan cortadas como
impulsadas por un resorte invisible y silencioso, apenas un silbido en el aire.
Su torso desnudo y fuerte muestra las cicatrices de su pasado, y los músculos
fibrosos se marcan ajenos a la edad y a la grasa.
Dos pequeños schnauzer miran
el trabajo indiferentes, vigilando en la distancia la puerta de entrada en la
que una placa metálica reza Prohibido
el Paso. Ministerio de Fomento. Faro de Cabo Bustos. Sonrío ante el
anacronismo, pues hace tiempo que los faros pasaron a depender de las
autoridades portuarias respectivas, y los Técnicos en Señales Marítimas que son
ahora están llamados a desaparecer. Desgraciadamente.
Un camino empedrado, enmarcado por
la extensión de césped en la que se entretiene el hombre, conduce a la sólida
construcción, colgada graciosamente sobre el acantilado. Un edificio cuadrado,
robusto, coronado por la pequeña torre en la que resplandece el ojo salvador
que ilumina las noches cantábricas acompañando a los navegantes que se aventuran
en el indómito mar. La puerta entreabierta permite vislumbrar un largo pasillo,
que divide la construcción en dos mitades; vivienda y dependencias del
faro. De una de las ventanas llega el sonido doméstico de la comida
preparándose, y una voz femenina canturrea un viejo éxito, una antigua canción
de amor.
A la derecha de la edificación, un
pequeño garaje dejar ver un vetusto Renault 4, adornado con las azules letras
del Ministerio, otro nostálgico anacronismo. Y más allá, un mínimo bosque de
abedules y castaños, que se mecen al viento al filo mismo del abismo. El
estruendo del mar a sus pies, el sonido de las olas hermosas y salvajes, y las
espumas desparramadas en las rocas apenas llegan a los oídos, como tampoco el
graznido de las gaviotas que vuelan en torno a sus nidos del acantilado.
El hombre sigue a lo suyo. Corta el
césped, unos metros cuadrados, y luego carga una carretilla que descarga en
improvisado depósito al lado del aparcamiento.
Su andar es resuelto y elegante, y
luce en la cabeza un sombrero de paja trenzado que le protege del sol que, a
estas horas de la mañana es intenso pero agradable. En su boca humea una
preciosa pipa de espuma, nacarada ya por el uso, que imagino recuerdo de su
vida marina. Por sus maneras, la cara ajada de surcos y la mirada limpia, se
imagina una vida acostumbra a la intemperie, al viento y al mar.
Quiero pensar que el destino final
en aquél puesto es buena recompensa a una dilatada vida y no el resultado de un
gris funcionario con capacidad en la oposición o buenos padrinos.
Pero no lo sé.
No me atreví a interrumpirle,
aquella mañana de otoño, en la que con envidia contemplé al farero del Cabo
Bustos.
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