jueves, 10 de octubre de 2013

Paraíso cántabro.

El hombre se afana en su labor. Desnudo de cintura para arriba, corta el césped con parsimonia, pero preciso en el manejo de la afilada hoz. Su enjuto cuerpo flexible acompaña el movimiento de la delgada hoja, sin esfuerzo aparente, y las briznas saltan cortadas como impulsadas por un resorte invisible y silencioso, apenas un silbido en el aire.

Su torso desnudo y fuerte muestra las cicatrices de su pasado, y los músculos fibrosos se marcan ajenos a la edad y a la grasa.

Dos pequeños schnauzer miran el trabajo indiferentes, vigilando en la distancia la puerta de entrada en la que una placa metálica reza Prohibido el Paso. Ministerio de Fomento. Faro de Cabo Bustos.  Sonrío ante el anacronismo, pues hace tiempo que los faros pasaron a depender de las autoridades portuarias respectivas, y los Técnicos en Señales Marítimas que son ahora están llamados a desaparecer. Desgraciadamente.

Un camino empedrado, enmarcado por la extensión de césped en la que se entretiene el hombre, conduce a la sólida construcción, colgada graciosamente sobre el acantilado. Un edificio cuadrado, robusto, coronado por la pequeña torre en la que resplandece el ojo salvador que ilumina las noches cantábricas acompañando a los navegantes que se aventuran en el indómito mar. La puerta entreabierta permite vislumbrar un largo pasillo, que divide la construcción en  dos mitades; vivienda y dependencias del faro. De una de las ventanas llega el sonido doméstico de la comida preparándose, y una voz femenina canturrea un viejo éxito, una antigua canción de amor.

A la derecha de la edificación, un pequeño garaje dejar ver un vetusto Renault 4, adornado con las azules letras del Ministerio, otro nostálgico anacronismo. Y más allá, un mínimo bosque de abedules y castaños, que se mecen al viento al filo mismo del abismo. El estruendo del mar a sus pies, el sonido de las olas hermosas y salvajes, y las espumas desparramadas en las rocas apenas llegan a los oídos, como tampoco el graznido de las gaviotas que vuelan en torno a sus nidos del acantilado.

El hombre sigue a lo suyo. Corta el césped, unos metros cuadrados, y luego carga una carretilla que descarga en improvisado depósito al lado del aparcamiento.

Su andar es resuelto y elegante, y luce en la cabeza un sombrero de paja trenzado que le protege del sol que, a estas horas de la mañana es intenso pero agradable. En su boca humea una preciosa pipa de espuma, nacarada ya por el uso, que imagino recuerdo de su vida marina. Por sus maneras, la cara ajada de surcos y la mirada limpia, se imagina una vida acostumbra a la intemperie, al viento y al mar.

Quiero pensar que el destino final en aquél puesto es buena recompensa a una dilatada vida y no el resultado de un gris funcionario con capacidad en la oposición o buenos padrinos.

 Pero no lo sé.

No me atreví a interrumpirle, aquella mañana de otoño, en la que con envidia contemplé al farero del Cabo Bustos. 







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