El viento golpea las ventanas de la vieja casa.
El hombre se refugia en la tarde
invernal, entre volutas de humo y renglones de libros por leer. La tarde, el
tiempo, el reloj que marca las horas, todo es lento y somnoliento, pesado.
El fuego de la chimenea baila,
cambiando del naranja al rojo intenso, contraponiendo su alegría, su vida, a la
lentitud del salón, en cuyas ventanas gime el viento, ansioso por entrar y
enfriar y arrasar.
El hombre lee y piensa. Acaricia
su pipa y mira la mar, indómita y hermosa a sus pies.
Persigue una certeza, respuestas
a las preguntas que desde un tiempo retumban en su cabeza, estimulan sus
sentidos, arman sus pensamientos. Tiene miedo que sus contestaciones no sean
las que se esperan de él, la que corresponden a él, las obvias en él.
El vacío.
Es lo que ve más allá de lo que
tendría que ser.
Pero cuando se ha visto la mar en
una lágrima, cuando se ha sentido la vida en un suspiro, se ha oído la
sabiduría en una palabra, se ha respirado en una boca, quizá el vacío es lo que es, lo que queda, lo
que no pudo ser.
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