Llueve. Llueve a mares. Mala noche para
salir y no quedarse en casa, al calor del fuego o bajo un buen acopio de
mantas.
El hombre camina con paso decidido,
apresurado, silencioso. El trayecto es corto y le es conocido.
Las gotas de agua golpean furiosas el
asfalto, sucio tras cuatro días y sus cuatro interminables noches de fiesta. El
viento arrastra y esparce trozos de papel, envoltorios, envases de plástico,
que se acumulan en todos los rincones a la espera del Servicio Municipal de
Limpieza.
La calle está bien iluminada, y no es
difícil para la figura que se mueve con paso firme sortear los inmundos
obstáculos. Camina bien embozado, con las solapas de su abrigo levantadas,
protegido del viento y la lluvia.
Su presencia única acentúa la sensación de
soledad de la calle.
Aprieta el paso al divisar el letrero, en
luces de neón rosas, de su destino.
Golpea la puerta al llegar, que gira sobre
sus goznes obedientemente.
El local, en penumbra constante, le
resulta familiar. Pasa allí gran parte de sus horas libre desde hace meses. Es
el típico garito, una barra de metal, unas mesas y unas sillas al fondo donde
los jóvenes aprenden pronto los secretos de las noches de alcohol. Una neblina
lo cubre todo, haciendo difícil respirar el poco aire que la maltrecha
ventilación deja circular.
Y la música. Una música estridente,
machacona, que todo lo envuelve.
Es el local favorito de la juventud del
pueblo. Está semivacío, pero no es
extraño que los sábados no se pueda pasar por el público, ansioso y jadeante,
que se mueve y abandona a la música y el alcohol, en comunión atea e
irreverente.
El visitante sabe todo esto y por eso
ahora vuelve. Avanza hacia la barra. Tras ella está P., el propietario.
Aunque todo el mundo en el pueblo conoce
el local como CasaP., él, en un arrebato pasional le llamó Rosa´s Pub, en honor
a una novia que tuvo de joven y que le abandonó por un estudiante de Farmacia de
la capital y sobre todo, repite orgulloso a todos, porque P. es un socialista
convencido, incluso en la dictadura, faltaría más. Y ahora, una rosa de neón
emite destellos afuera, mientras arrecian la lluvia y el viento.
El visitante se quita el abrigo y toma
asiento delante de P, en el extremo de la barra.
-Vaya nochecita ¿eh?-dice el dueño-.
-Sí, parece que el fin de fiestas no ha
sentado bien allá arriba. Supongo que como aquí abajo, ¿no?
-Bueno, no creas. Después del trabajo,
bien está un poco de descanso.
-Sí, sobre todo vosotros, que os habréis
forrado-replica el joven-.
-No estuvo mal la cosa -y una sonrisa
entre irónica y satisfecha ilumina el rostro de P.- ¿Qué va a ser? ¿lo de
siempre?
-Sí, lo de siempre.
P. coloca una jarra de medio tamaño
delante de su cliente. La llena de cubitos de hielo que tintinean al caer y
alarga la mano cogiendo una botella de vodka.
-No, de ese no. Hoy no tengo suficiente
para tanta calidad. Ponme del otro -dice señalando otra botella-
-Da igual hombre; por esta noche, éste
tiene el precio de aquel. Estás invitado.
Y P. llena la copa mientras el otro mira y
deja caer un gracias bronco. Luego, deja la botella en el anaquel y se retira al
otro extremo de la barra. Conoce la costumbre, y sabe que prefiere beber solo.
Un nuevo camino. El trayecto era largo. El
destino, desconocido e incierto.
Al fondo, dos jóvenes se empeñan en
descubrirse los labios y las ropas.
Él comienza a recordar. Y a llorar.
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