viernes, 30 de mayo de 2014

Escena

Días de primavera
al lado del mar.
Las paredes fulgen al sol
y la quietud se apodera de calles
que dormitan, hijas predilectas de la latitud y la historia.
Huele a jazmín y al yodo del viejo mar,
y en las ventanas entreabiertas, las persianas,
de madera verde, o azul, o blanca,
se mecen por la brisa suave.
Es hora de siesta en el pequeño rincón levantino.
Las olas mueren suaves en la arena de las playas,
las gaviotas graznan con desgana en los acantilados
al cobijo del sol,
y en el viejo Casino Primitivo los mayores cantan
los tantos y los puntos entre humo de cigarro negro, copas de anís
y café aún más negro.
Nadie presta atención al viejo televisor  que desgrana noticias
lejanas,  imposibles, de otra realidad, de otro mundo.
El cielo es tan azul y limpio
que la única nube que lo adorna parece pintada,
algodón etéreo, blanco nuclear y quieto.
Y la luz.
Que inunda el espacio, haciendo nítidas, casi irreales,
las casas, las calles, la vieja iglesia, la fuente de la plaza
en la que suena el agua mora y apetecible.
Sentado bajo el olivo centenario,
de paz y bienvenida,
el hombre mira la mar,
enciende la pipa,
exhala el humo que perfuma la tarde.
Piensa.   Y sonríe.
En paz.



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