Tarde.
Gris y melancolía.
Los primeros fríos del año
atenazan las horas lentas de la sobremesa; suenan las notas de música, lentas y
parsimoniosas, acompañando el solitario café.
Es el único sentado a las mesas,
desafiando al frío, humeando la pipa y emborronando la vieja moleskine. Han emigrado todos, a vacación
que preludia la Navidad, anunciada ya en todas las luces y todos los
escaparates de la ciudad.
Negro.
Café e invierno.
Tras la jornada, el monótono
trabajo, la madrugada de obligación, el hombre piensa.
Acuden los recuerdos, invadiendo
su cabeza. Y a ratos le vence la melancolía, la tristeza, la soledad. Pero procura
que los sueños por cumplir sean victoriosos, otra tarde más en la mitad de la
vida, si la enfermedad lo respeta. Al menos en los renglones imprecisos, en los
versos amputados, en las humildes letras.
Y si no es así, amortizado se
tiene: plantó árboles, tuvo hijos, mal-escribió libros.
¿Cómo será recordado? ¿Por quién?
¿Qué lágrimas se derramaran en su ausencia?
Las preguntas se funden en su
sentir pero, sin miedo a las respuestas, quizá aún sea tiempo de cambiarlas.
Carga la pipa con parsimonia.
Paga su café.
Sale.
A la ciudad, al frío, a las
preguntas.
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