Vuelvo a mi bar de todas las
esquinas, que tenía abandonado y seco. Lo encuentro más solitario, gris y
melancólico.
La camarera de formas rotundas
que alegraba la vista y el espíritu a los parroquianos –supongo y deseo para
alguno además el cuerpo y la vida, de palpar y soñar- ha sido sustituida por otra diríase efigie de
Giacometti, línea vertical y andrógina como el sino de los tiempos, que
sonríe lánguida y apagada, anodina, acorde con la decoración y el ambiente.
Acompaño el café con el humo de
mi pipa, congelando el ánimo en la terraza habilitada, iglú de los políticamente
incorrectos y apestados, léase fumadores.
A mi lado, dos jóvenes
trasquilados y andrajosos –primera acepción- lían cigarrillos y emiten
proclamas, esas que gobiernan ahora la nación, otrora España.
El humo de la pipa, azulado,
dulce y guasón, acompaña mi sonrisa.
En el otro extremo, una mesa de
pensionistas –o viejos por mejor decir- canta los tantos y trasiega el coñac,
que será brandi por mengua de pensiones y emolumentos o costumbre anquilosada y poco original,
patria en todo caso.
El televisor, al que nadie presta
atención, escupe noticias del mundo rosa, o del planeta balompédico, tanto da, amnesia
de conciencias, adormidera de opiniones y lamentos.
Otra tarde más, en mi bar de
cualquier esquina. Exhalo la pipa, que convierte la primera en segunda acepción,
y emborrono la hoja en blanco de mi nueva moleskine,
única patria en la que me reconozco y resguardo. Busco las palabras y las imágenes,
y compongo versos insignificantes, mínimos, que adornan la vida, acompañando el
café, el humo, el sentir.
En su compañía transito los días
de trabajo, las noches de sueños, las madrugadas de insomnio, armando la existencia
sin esperar más que una sonrisa de las personas queridas, un párrafo que
estremezca el alma, un verso que justifique la vida, una mirada que alimente el
alma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario