lunes, 11 de enero de 2016

Tarde

Vuelvo a mi bar de todas las esquinas, que tenía abandonado y seco. Lo encuentro más solitario, gris y melancólico.

La camarera de formas rotundas que alegraba la vista y el espíritu a los parroquianos –supongo y deseo para alguno además el cuerpo y la vida, de palpar y soñar-  ha sido sustituida por otra diríase efigie de Giacometti, línea vertical y andrógina como el sino de los tiempos, que sonríe lánguida y apagada, anodina, acorde con la decoración y el ambiente.

Acompaño el café con el humo de mi pipa, congelando el ánimo en la terraza habilitada, iglú de los políticamente incorrectos y apestados, léase fumadores.

A mi lado, dos jóvenes trasquilados y andrajosos –primera acepción- lían cigarrillos y emiten proclamas, esas que gobiernan ahora la nación, otrora España.

El humo de la pipa, azulado, dulce y guasón, acompaña mi sonrisa.

En el otro extremo, una mesa de pensionistas –o viejos por mejor decir- canta los tantos y trasiega el coñac, que será brandi por mengua de pensiones y emolumentos  o costumbre anquilosada y poco original, patria en todo caso.

El televisor, al que nadie presta atención, escupe noticias del mundo rosa, o del planeta balompédico, tanto da, amnesia de conciencias, adormidera de opiniones y lamentos.

Otra tarde más, en mi bar de cualquier esquina. Exhalo la pipa, que convierte la primera en segunda acepción, y emborrono la hoja en blanco de mi nueva moleskine, única patria en la que me reconozco y resguardo. Busco las palabras y las imágenes, y compongo versos insignificantes, mínimos, que adornan la vida, acompañando el café, el humo, el sentir.

En su compañía transito los días de trabajo, las noches de sueños, las madrugadas de insomnio, armando la existencia sin esperar más que una sonrisa de las personas queridas, un párrafo que estremezca el alma, un verso que justifique la vida, una mirada que alimente el alma.





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