He recordado -algunas cosas no debieran serlo nunca; y otras no debieran dejar de serlo-, que hace unos años, siendo yo más mozo que ahora, con más pelo, más arrogancia y más sensatez -lo cual no dice mucho de mí hoy, pero ¡ qué le vamos a hacer!- ligué a una murcianica estando de vacaciones en la playa. Y ahora, repasando las leyes punitivas españolas, o sea el Código Penal, Edición Tecnos, he caído en la cuenta que tal vez fui, o soy, porque el delito no prescribe todavía, un vulgar delincuente.
Vamos a ver. Según el artículo cuatrocientos treinta y seis, aplicable al momento del hecho en cuestión "será castigado con la pena de multa de 100.000 a 1.000.000 de pesetas quien cometiere agresiones sexuales -sin acceso carnal, esto es, sin coito vaginal, anal o bucal, que de esta manera tan esclarecedora e ilustradora, describían nuestras leyes penales tan menesterosa cuestión, rompiendo incomprensiblemente con la clásica, antigua y enjundiosa de nuestro venerable derecho canónico: erectio membris virilis; penetratio in vagina; eiaculatio-, en las circunstancias de los artículos cuatrocientos treinta y cuatro y cuatrocientos treinta y cinco", describidores ambos de los delitos de estupro en sus diversa modalidades. Y estos preceptos dejan bien a las claras que quien tuviere acceso carnal, sin llegar a sus últimas consecuencias amatorias, con una mayor de doce años y menor de dieciséis, es un vulgar estuprador de menores.
Y aquí me asaltan las dudas, pues no recuerdo bien -para estas cosas siempre fui un poco olvidadizo, tal vez para no recordar el pecado y si a la pecadora-, si la panochica acababa de cumplir la salvadora edad de dieciséis o estaba a punto de hacerlo. Y claro, uno ya era más bien mozo de quintas. A esto me objetaran los jurisconsultos y jurisperitos que si la moza en cuestión consintió y no hubo prevalimiento de superioridad ni engaño, no hay que temer. Pero es que ellos, como yo, saben que nuestro ilustre Tribunal Supremo tiene declarado que uno de los motivos esenciales el engaño es la promesa de matrimonio. Y he de confensarlo. Lo hice. Mis dotes para el ligue, el donjuaneo y el posterior acoso y derribo no me permitían por aquel entonces -ni ahora, válgame Dios-, prescindir de tan socorrido recurso, sobre todo si la chica era un poco corta de edad y de entendederas. Y lo hice, yo confesé profesarle amor eterno, y le juré repetidas -y engañosas y viles, lo sé- veces que la llevaría al altar. Supongo que esto, unido a las dosis de vino de la tierra, el de Bullas o Jumilla tanto da, y el reflejo de la luna en el Mediterráneo nuestro hicieron el resto.
De todas formas, vienen en mi auxilio una serie nada desdeñables de circunstancias. Pudiera ser, es cierto, que la susodicha no hubiera cumplido los dieciséis, pero aseguro que era difícil adivinarlo. Esto, en un Tribunal de Justicia, podría alegarse como el famoso error invencible: la murcianica no podía tener la edad, pero desde luego la aparentaba. Ni el mismísimo Nicasio Pelades, desvirgador honorífico de vírgenes, hubiera podido pensar que allí teníamos una. Y qué decir de la experiencia. Aquí si hubiera sido embarazoso concurrir ante el Tribunal. Supongo que sus señorías se habrían despertado del sopor en que habitualmente presiden para atender a los relatos que la parte en mi representada -aunque como dice Carreras, el abogado que se defiende a sí mismo, tiene como abogado a un imbécil y como cliente a un idiota-, hubiera hecho con pelos y señales. Alguno se plantearía la posibilidad de modificar las leyes penales a la luz harto esclarecedora de mi situación. Hubiera sido curioso que mi caso entrara en los manuales del tenor "Caso Gaviero, célebre proceso que motivó en España la rebaja de la edad penal por las circunstancias que etc., etc. " Al menos hubiera pasado a la posteridad.
De todas maneras, esta conciencia mía no me deja. En normal, mira que si al final soy un delincuente. Aun con conciencia, eso sí. O sea.
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