Hace tiempo, un año o dos, o quizá más,
cuando empecé a dejar por aquí, negro sobre blanco figurado, mis ocurrencias o
las del Gaviero, ese míster
Hyde mío con el que comparto
sueños y aspiraciones, recibí algunas quejas, críticas menudas y hasta guasas
enciclopédicas a raíz de un escrito en el que refería el inicio de mis jornadas
y ocupación rayando la madrugada, en unos días otoñales que soñaba iniciados a
las 7.45 horas o así.
Es cierto que mi
colocación laboral y querencia situaba el comienzo de los días,
felizmente, bien entrada las mañanas, lejos de madrugadas y despertador. El
inicio laboral era más literario que real, y pese a mi condición de humilde currante no era dado al humo tempranero con el
me retraté, compartiendo charla y café en mi bar de todas las esquinas.
Pero gracias a la
crisis, reordenación de ocupaciones y magnanimidad del Jefe
-jamás pensé que escribiría una oración como esa- puedo asegurar lo que ahora leéis. Valga como desagravio mío,
dado que está escrito con total realismo
y veracidad.
Es día invernal,
gris y anticiclónico. El frío siberiano azota las calles y encoge los escasos transeúntes,
empujándolos a la barra, al café, calentando el cuerpo y el alma de esta
estación incierta.
Vuelvo a mi bar de
todas las esquinas cuando todavía la noche enseñorea la ciudad mediterránea que aún duerme
y sueña. El despertar es lento, parsimonioso, solitario. La crisis ha dejado
pocos trabajadores con necesidad de madrugada. Casi todos los días, tan sólo A.
el camarero comparte el primer café del día. El televisor, incluso a estas
horas, suena extraño y fantasmagórico, con noticias repetidas y muertas, telebasura y televenta, y es triste
comprobar el escaso movimiento en las calles, los comercios cerrados, los
letreros de venta y traspaso, la lenta agonía de la ciudad. Los semáforos
parpadean amarillos y las mitad de las farolas apagadas cumplen función
ahorradora, oscurecedora, mitigando el agujero de las arcas municipales y
aumentanto el desasosiego del ciudadano, ya acostumbrado a la oscuridad
reinante, no sólo lumínica.
Me sorprende casi todos los días el
silencio reverencial del café, la ausencia de palabras y requiebros, música y
humo. La lejana balada cantada, sustituida por una suerte de sólo de violín,
triste, afilado, lúgubre, desconocido. Paso la mirada por las sillas vacías,
las mesas arrinconadas, la cafetera silenciosa, y busco sin encontrar el sonido
de las copas y las botellas, las risas y los piropos, los juramentos, el olor a
café y bollería, el último chiste, el escote de la camarera rusa o venezolana
que andará en su patria o en el club de carretera, o quizá ni eso. El sufrido
currante español, desaparecido en las estadísticas del desempleo y el suicidio
colectivo.
Arriba el televisor sigue a lo suyo, deuda pública,primas de
riesgo, reestructuraciones varias, corrupción, inmoralidad.
Fumo mi pipa, pese al Decreto-Ley.
Aterrado.
Son las 6.45 horas de un día invernal, desayunándome
en mi bar de todas las esquinas. Ese que han convertido, malditos, en tumba de esperanzas,
silencio de confidencias, yermo de vida.
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