Sigo observando con deleite,
alevosía y algo de premeditación a la camarera de mi bar de todas las esquinas,
Eleonora o Isadora de mi imaginación. Es otoño, y por fin el viento sopla del
mar y las gaviotas buscan cobijo en los acantilados próximos, vencidas en su
vuelo elegante y fácil.
A ras de suelo, la humedad se
hace sentir en los cuerpos y en las almas, esas que andan todavía congeladas
por incredulidades, desesperanzas, ilusiones muertas.
El otoño se muestra difícil, y el
invierno se adivina duro, pese a la propaganda y artificios de la política
ficción en que vive instalado el país, otrora España.
Yo me dispongo para el asedio, pertrechado de mis escasa certidumbres,
invernando entre pipas, libros, recuerdos y deseos, que son libres o casi.
Armando una resistencia que me
permita mirar con clemencia el espejo todas las madrugadas, sin desear más que seguir soñando con escasos versos, el humo de la amistad, la crianza de los
hijos, el azul de la mar.
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