Hace ahora cuatro años, en otro tórrido
comienzo de verano, cuando los chicos de la elástica roja de sangre y el pantalón
azul de mar iniciaban, en otra latitud igualmente calurosa y lejana, la andadura que culminó en la catarsis
colectiva del minuto cientodiecinueve, con el gol del muchacho espectral nacido en un
lugar de la mancha cuyo nombre todos recordamos, escribí unas líneas
afortunadamente nada preclaras en lo predictivo, lamentando la primera derrota
del combinado nacional en las grandes citas deportivas y balompédicas,
explicando o así la poca pericia, la menguada suerte, o ambas, de la estúpidamente
intitulada “la roja”, esa hueste patria. Aquellas líneas andan por
aquí.
Sorpresa en sorpresa, sonrisa en
sonrisa, aquellos chavales nos aproximaron al sueño de padres y abuelos, y nos
hicieron campeones del mundo, nada menos, en ocasión que no había visto la
historia ni el siglo. Aún hoy puedo suscribir algunas de aquellas palabras …
Pero ante la noche aciaga, de
Flandes mojado y derrota, ante el país cainita, vengativo, envidioso que
rezuma estos días alguna crónica deportiva y no sólo, mezclando realidades
nacionales, corrupciones varias e incluso reales, desviando atenciones, rebajando la nación,
hoy, como ayer, sólo tengo que decir una
cosa sencilla: soy español, en la luminosa victoria, magnánimo, y en la cruel
derrota, elegante.
¡Viva España!