lunes, 14 de julio de 2014

La mar y yo.

Me consuelo mirando la mar de días de preocupaciones, sinsabores, molestias no sólo físicas, monotonías agotadoras, crisis personales, propias y ajenas, miserias intelectuales, abandonos varios.

A él recurro como certidumbre clara y hermosa que me acompañó toda la vida y aún ahora, sin pedir nada a cambio; tan sólo el respeto  y la admiración a su historia, su belleza y su inmensidad eterna.

Tengo escrito por ahí que puede parecer extraña o ilusoria certidumbre, inusual, pero quizá bastante. Cuando todo se derrumba, todo se relativiza, todo se interpreta, la presencia sólida, bella, peligrosa, atemporal del viejo mar de nuestros héroes y civilización, también de nuestra fe –el que la tenga- y nuestro estómago, es faro preciso y salvador.

Es luz en la que refugiarnos las noches funestas, ese amigo que ofrece el abrazo despreocupado y sin interés, esa amante a la que no es necesario rendir cuentas, que nos recibe en su seno dándonos la vida.


 ¡Viejo mar, de nuevo ante ti, desnudo y confeso, me hallo!



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