Me consuelo mirando la mar de
días de preocupaciones, sinsabores, molestias no sólo físicas, monotonías
agotadoras, crisis personales, propias y ajenas, miserias intelectuales,
abandonos varios.
A él recurro como certidumbre
clara y hermosa que me acompañó toda la vida y aún ahora, sin pedir nada a
cambio; tan sólo el respeto y la
admiración a su historia, su belleza y su inmensidad eterna.
Tengo escrito por ahí que puede
parecer extraña o ilusoria certidumbre, inusual, pero quizá bastante. Cuando
todo se derrumba, todo se relativiza, todo se interpreta, la presencia sólida,
bella, peligrosa, atemporal del viejo mar de nuestros héroes y civilización,
también de nuestra fe –el que la tenga- y nuestro estómago, es faro preciso y
salvador.
Es luz en la que refugiarnos las
noches funestas, ese amigo que ofrece el abrazo despreocupado y sin interés,
esa amante a la que no es necesario rendir cuentas, que nos recibe en su seno dándonos
la vida.
¡Viejo mar, de nuevo ante ti, desnudo y
confeso, me hallo!
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