La lluvia de millones ha caído
con fuerza pero no ha tenido a bien ni siquiera mojar la punta de mis zapatos.
Me congratulo con la suerte de mis convecinos, y como todos, trato de buscar
algún detalle de la diosa Fortuna en las caras de los parroquianos en mi bar de
todas las esquinas.
Millones de euros tienen que
dejar a la fuerza algún signo, algún rastro, pese a los asesores y directores
de banco especialistas en ocultación; pero no, la humilde parroquia sigue igual
en la comunión del café mañanero y el humo fraternal, y me cuesta creer que el
panadero que hace un alto en la masa y la madrugada, el quiosquero que se
desayuna antes de levantar persiana y periódicos, como el tendero vencido aún
por el sueño, o la joven oficinista que retoca su maquillaje frente a la menta
poleo, o aquel otro anónimo que ojea el
diario deportivo y trasiega carajillo y coñac, puedan tener la cuenta
corriente parida de ceros en estos días de Navidad. Pero alguno tendrá que ser,
no huido a las Maldivas, liquidador de hipoteca y asaltador de concesionarios y
joyerías.
El ritmo de la vida sigue igual,
lento aún de crisis y desempleo; algo notará la ciudad con la sonrisa de la
Fortuna, pero tendrá todavía que ser la otra lotería, la emparentada con la
decencia, la honestidad, la laboriosidad, la que saque a todos de los malos
tiempos, incluso para la lírica.
En todo caso, espero que el
refrán sea preciso, y sea afortunado en amores. O sea.
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