Fui a casa de
Pedro. Teníamos acordado vernos para resolver la liquidación de la sociedad.
Pensé que sería mejor tratar el asunto en su casa, alejados de la oficina y de
las habladurías de los empleados.
Me
recibió una señora mayor. Era algo
encorvada y con una delgadez que se me antojó enfermiza. Pensé que tenía
demasiada edad y ningún
físico para trabajar de doncella, pero con una sonrisa desbarató el
equívoco.
–Hola,
buenas tardes. Soy Adela, la abuela de Pedro. Pasa, por favor. Vendrá
enseguida. Tú debes de ser Enrique.
–Sí,
encantado de conocerla –acerté a decir un poco azorado, sorprendiéndome por el
tuteo. Jamás me había hablado de que viviera su abuela, y menos que compartiera
la casa con ella.
Me
condujo por un largo pasillo, arrastrando un poco los pies al caminar. Era menuda y
baja, y lo parecía más por un cierto arqueo de su espalda. Vestía casi
enteramente de negro, con una falda recta, medias tupidas y unas zapatillas de
casa. Hacía tiempo que no veía unas iguales, desde mis tiempos del pueblo. Una camiseta verde lima con el emblema de una marca de
refrescos rompía la
monotonía del atuendo, y parecía algo impropia. A pesar del calor,
aumentado por la calefacción, llevaba una rebeca también negra sobre sus delgados hombros.
–Siéntate,
me dijo señalando un sillón Barcelona tapizado en cuero rojo.
Vaya,
pensé, este Pedro sabe gastar el dinero. Deja el buen gusto fuera de la oficina.
–¿Quieres
tomar algo, café, un refresco? -dijo
amablemente. Tenía el pelo todavía negrísimo, en una media melena de corte moderno. Los ojos azules,
casi transparentes, destacaban vivamente en su fina cara, enmarcada por el pelo. Irradiaba aún fuerza y
determinación y al mirarme me causó una sensación extraña, como si no
pudiera ocultar mi pensamiento. Ya sé de quién heredó Pedro su manera de mirar.
Tras mi negativa me sorprendió sentándose enfrente, en una
mecedora de enea. Allí sentada parecía aún más pequeña. Observé que tenía un ligero temblor en las
manos, casi imperceptible, y me dirigió una sonrisa franca, algo pícara.
Suspiró hondo, y las arrugas se acentuaron en torno a sus ojos, que me miraban con
descaro. Me moví inquieto, deseando que llegara mi socio.