He venido a Ámsterdam sin ninguna intención.
Tomé el avión sin pensar,
invitado por unos compañeros del despacho; el tiempo mínimo de llenar el
equipaje de mano –volamos en low cost
claro- con algo de ropa interior, un par de pantalones y unas camisas. Ahora me
arrepiento de no incluir prendas de abrigo, pues esta humedad de los canales
traspasa todo y le deja a uno helado.
Pero le decía que mis amigos
pensaban que me vendría bien un cambio de aires. Ciertamente creía que se
equivocaban, pero una vez en el avión tomé la determinación de hacer lo que
pudiera para no decepcionarles; una visita libertina me haría olvidar la
monotonía y el aburrimiento diario, ese bucle en el que me veo empujado todos
los días y sin remedio; quizá usted piense en la crisis de los cuarenta,
hombre, cuarentón, entrado en carnes, divorciado, con niños a su cargo. Puede
que no le falte razón, pero créame que no pensé en nada, simplemente dejarme
llevar. Pero las dos horas del vuelo dan para pensar y decidí hacer algo con mi
vida.
He buscado un diamante con el que
prometerme a mi regreso. Pero estaba equivocado. La ciudad de los diamantes es
Amberes; los de aquí son carísimos, monopolio de judíos poco dados al regateo –y
eso que son sefarditas- y a la rebaja.
Olvidadas las joyas, decidí
invertir el dinero en diversión, que es lo que aconsejaban mis amigos. Drogas –blandas-
y chicas.
Otro fracaso, sabe usted. En los famosos coffee shops suyos no venden a los extranjeros, y ni tan siquiera
pudimos tomar unas copas, el colmo de la hipocresía.
Y en cuanto a las chicas, que
quiere que le diga, eso de ver los escaparates en rojo y ustedes insinuándose en
ropa interior, a la vista de todos -¡familias incluidas!- me ha cortado un poco la intención y la lívido. Ya sé que a estas horas es poco
más que atracción turística, pero el hotel nos cae tan lejos que me agoto
pensando en volver en la noche propicia para estos menesteres.
Así que ya ve usted, ni diamantes,
ni drogas ni chicas, esa trilogía del renacimiento.
Y mañana el vuelo sale temprano.
Si, ya sé que ha pasado el tiempo
–un poco caro el suyo me parece, aunque sea usted una diosa escandinava de tan
rubia y tan blanca y tan robusta-, y que no he llegado a desvestirme; pensar
que del otro lado de la cortina nos espían, como al entrar con todas las calles
llenas de cámaras y avisos, y este cuarto tan pulcro y aséptico que más bien parece apropiado para autopsias
que para fornicio, anula mi voluntad, y no creo poder aplicarme como usted
merece y cumplirle con devoción. Yo estoy más hecho a los mueblés clásicos y casas de citas de mi pequeña ciudad provinciana,
con su madame, su paseíllo, la mesa
camilla y esas cosas. Ya sé que no me entiende, pero le quedo muy agradecido
por el tiempo y la paciencia.
Quede usted con Dios, y tápese antes de correr la cortinilla.